Hoy me parece un día especial para este blog porque tengo el placer de compartirlo con una gran amiga y porque creo que sus palabras harán un poco más "grande" este pequeño espacio en la red y a la que no puedo dejar de darle las gracias, por todo.
N. C.
Sin más pretensiones, agradezco a la administradora de este blog, Mª Cristina, que me haya cedido en él un hueco para que, juntos, nos hagamos reflexionar.
Se me ocurren tantos temas interesantes sobre los que reflexionar que me resulta prácticamente imposible conjugarlos todos aquí mediante enlaces más o menos coherentes. Hoy ha habido una idea que, a la fuerza, se ha ganado el protagonismo de este artículo: la expectativa. Derivada del latín expectare, observar. Observemos.
Ahora me interesa sobre todo la expectativa general, no concreta, aunque, claro está, que las consideraciones sobre la primera se pueden aplicar fácilmente a la segunda. Al esperar algo, creas expectativas. Considero esto algo inevitable, como una mezcla de "adivinación del futuro" y de "anhelo personal". El ser humano quiere saber qué va a pasar y en sus cábalas siempre hay un espacio para sus intereses. Curiosidad y deseo, bonita pareja que, por cierto, podría compararse sin dificultad con "la realidad y el deseo" de Cernuda. Las expectativas, qué duda cabe, pueden ser también negativas, pero eso ahora no nos interesa. Tratamos las buenas o, al menos, las que consideramos de esta manera. En este sentido, podemos preguntarnos cuánto duran las expectativas. ¿Cuánto hemos de esperar? Tenemos un anhelo, cualquiera, abstracto, que esperamos que se cumpla de un día para otro. Los días pasan y nada cambia. ¿Cuál es el punto de inflexión? ¿En qué momento hemos de rechazar esa expectativa? ¿Queremos realmente rechazarla? Son demasiadas preguntas y me temo que no soy capaz de dar una respuesta. Mi lado pesimista dice: "sé realista". Mi lado optimista, opina, sin embargo, que quizá mañana será el día. ¿Qué prefiero? ¿La frustración de hoy o la frustración diaria constante? No siempre podemos elegir conscientemente.
Hay quien dice que "a mi generación" -la de los noventa, aunque también incluyo a la anterior- le hicieron demasiadas promesas de futuro estable, es decir, que nuestra vida adulta transcurriría tal y como veíamos transcurrir, desde nuestra corta infancia, las vidas de los demás. Estas mismas personas sostienen que esas promesas, rotas con la crisis actual, nos conducen al desengaño, a la desilusión, y, con ello, a la frustración. Nos prometieron trabajo, ahora nos lo niegan; nos prometieron vivienda, ahora nos la niegan; nos prometieron educación de calidad, ahora nos la niegan; nos prometieron sanidad gratuita, ahora nos la niegan. ¿Hasta qué punto fueron "promesas"? ¿No serían las expectativas que nosotros mismos construimos? ¿Qué hacer con ellas? Volvemos a las preguntas para las que, de nuevo, carezco de respuestas.
Los mensajes negativos llegan desde todas las partes de la sociedad, tanto es así que una persona que se consideraba a sí misma pesimista puede acabar sorprendiéndose cada día al repetirse mensajes de optimismo una y otra vez. Aunque el pesimismo nos rodee, lo peligroso es dejarnos absorber por él. A veces, cuando alguien analiza la situación actual y habla sobre el futuro inexistente, oscuro y miserable de "mi generación", parece que ya no podemos hacer nada. Todo es inevitable. Dejémonos llevar al precipicio. Yo soy partidaria de la opción contraria, una totalmente opuesta. ¿Ése es nuestro sino? Rebelémonos contra él. Creemos nuevas expectativas en base a nuestras propias capacidades. Exijámonos el máximo a nosotros mismos, exijámoselo a quienes tienen el poder para cambiar. Organicémonos, debatamos, dialoguemos, lleguemos a acuerdos. El individualismo no nos ayudará. En una sociedad en la que los poderosos que nos oprimen buscan dividirnos -a los "frustrados", la "generación sin futuro", los "desengañados"-, la mejor reacción es la colaboración. La democracia. Todos juntos, sin discriminación. Debemos intentarlo, debemos construir nuevas expectativas.
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